Aproveche el poder de la innovación disruptiva para diseñar estrategias ganadoras

Siempre le decimos a los alumnos que no es bueno iniciar un argumento, por ejemplo, para redactar un trabajo investigación en un curso de master, formulando una pregunta. Pero en realidad, en la doctrina siempre los autores y expertos terminan ilustrándonos con nuevos trabajos, investigaciones y descubrimientos, después de formularse decenas y decenas de preguntas. Incluso, en los propios trabajos en los que uno o varios autores sintetizan las líneas maestras de su contribución.

Es obvio que la implementación de cualquier estrategia disruptiva tiene que tener en cuenta la innovación que en ese campo de conocimiento está ocurriendo. Pero si vamos al concepto de innovación disruptiva que acuñara Clayton Christensen (1952-2020), tiene que ver con las habilidades y técnicas para desarrollar una estrategia a nivel ejecutivo, organizarse para la innovación y determinar qué acciones hay que implementar.

Para Christensen, una tecnología o innovación disruptiva es aquella que termina por acabar con algún mercado establecido siguiendo unos patrones.

En 2009, Martha E. Mangelsdorf, directora editorial de MIT Sloan Management Review, escribe en Harvard Deusto un artículo que titula Clayton Christensen: “Son buenos tiempos para la innovación disruptiva””.Obviamente la afirmación “son buenos tiempos para la innovación disruptiva” es de Christensen, a partir de la cual Mangelsdorf articula su razonamiento y le realiza una interesante entrevista.

Se refiere a que Clayton M. Christensen siempre quería hacer las cosas a lo grande, basándose que en se estaba transitando una era en la que los académicos se solían centrar incesantemente en una reducida área de especialización. Pero Christensen, que era titular de la cátedra Robert and Jane Cizik de Administración de Empresas en la Harvard Business School, buscaba nuevos campos en los que aplicar su pensamiento. Y lo había puesto a prueba como autor de una serie de libros de gran influencia sobre la innovación, entre ellos The Innovator’s Dilemma (El dilema del innovador) y The Innovator’s Solution (La solución del innovador), pero muy  especialmente, se había hecho de una fama y prestigio por su teoría de la innovación disruptiva, que describe el modo en el que las nuevas tecnologías (y las empresas que las introducen) pueden desplazar a ya las establecidas.

Mangelsdorf afirmaba en 2009 que Christensen también había aplicado sus ideas sobre la innovación disruptiva a la educación pública y en la atención sanitaria.

En relación a los impactos que la Crisis Financiera Internacional de 2008-2009 iba a tener en las organizaciones, Christensen le respondió a la editora que creía que iba a tener un efecto absolutamente positivo sobre la innovación, ya que obligaría a los innovadores a no malgastar tanto dinero.

Por este motivo nos pareció interesante su pensamiento ya que se refiere claramente a que “una de las pesadillas de la innovación de éxito es que las empresas deben estar tan comprometidas con la innovación que proporcionarán a los innovadores una gran cantidad de dinero para invertir. Y, estadísticamente, el 93% de todas las innovaciones que últimamente han tenido éxito empezaron yendo en la dirección equivocada”.

Christensen afirmaba con rotundidad que la probabilidad de tener éxito a la primera es muy baja. Por tanto, les ofrece el privilegio de seguir implementando la estrategia equivocada durante mucho tiempo. Y en un entorno en el que es necesario impulsar la innovación con rapidez y mantener los costes de la innovación bajos, la probabilidad de que tenga éxito es de hecho mucho mayor.

Por ello, el centro de su pensamiento pasa por decir que “la prosperidad tiende a aislar a los innovadores de las realidades del mercado y les permite llevar a cabo su visión, una visión que probablemente es errónea, en términos estadísticos”.

Christensen una vez que se graduó en la universidad empezó a trabajar como consultor y fundó después una empresa tecnológica junto a varios profesores del MIT. Durante esos años se fue dando forma en su pensamiento la teoría que iba a descubrir, porque era un observador nato, pidiéndole explicaciones al entorno de las cosas que ocurrían a su alrededor y que no tenían explicación, o que, en su opinión, habían sido muy mal explicadas.

Observó que cuando las empresas quebraban, la explicación que con frecuencia se daba era que se atribuía el fracaso a que la responsabilidad pasaba por sus directivos (que no habían estado lo suficientemente efectivos para reaccionar frente al desafío), pero para él que se diera esta excusa cuando se trataba de profesionales preparados e inteligentes, desde ya que no cuadraba con la realidad del entorno.

Estaba convencido Christensen que tenía que haber una respuesta distinta. Así nació la idea central de su libro más célebre, The Innovator’s Dilemma (1997), en el que sostiene que aquellos ejecutivos fracasaban por seguir dos pautas que se enseñaban en las escuelas de negocios: escuchar con atención a sus mejores clientes e invertir sólo en las mejoras que prometían los mayores réditos. Pero esta estrategia adolecía de un error: se centraba en mejorar la oferta, pero ignorando la amenaza de productos al principio inferiores, pero más baratos y fáciles de usar.

Entonces, a medida que esos productos mejoraban, iban comiendo cuota de mercado a las empresas grandes, que seguían sin cambiar el foco. Y esto es lo que definió Christensen como disruptive innovation y lo detectó en los problemas de cientos de compañías de sectores distintos.

El prestigioso semanario “The Economist” definió su teoría como la idea de gestión más influyente del siglo XXI. Y fue en su obra de 2003 “The Innovator’s Solution” en la que amplió y perfeccionó su teoría explicando que una empresa no debe prestar atención a sus productos sino a sus clientes y a los problemas cotidianos que resuelven al usar esos productos. Focaliza en la competencia errada o acertada de competir no solo con productos similares sino con otros productos de otros competidores que resuelven los mismos problemas.

Por eso hemos empezado diciendo que hay que aprovechar el poder de la innovación disruptiva, porque en sí misma, tiene un doble impulso para las organizaciones que resisten y se sostienen en el mercado: las hace más eficientes a partir de focalizar por dónde vienen los cambios del consumidor que se encuentra con ofertas de productos y servicios que hasta ese momento se desconocía en el mercado y de repente, surge una nueva forma de dar determinado servicio y producto que rompe con lo convencional.

El ejemplo más claro lo tenemos con la lucha de los taxis contra Uber en España, porque no se tuvo en cuenta, entre otras cosas por haber sido un sector monopólico, la posible mejora de servicio que la propia innovación (tecnológica y social) ponía a disposición de un demandante de servicios que valoraba precio, comodidad, limpieza, imagen y un largo etcétera.

La innovación disruptiva no es una teoría convencional (Christensen lo que hizo fue traducir en doctrina lo que estaba ocurriendo en la realidad diaria), sino un marco de referencia nuevo. Digamos que cambió el paradigma sobre el cual creíamos hasta su descubrimiento, funcionaba la innovación. La disrupción no es lineal, sino es irregular, caprichosa y especialmente destructiva hacia posiciones rígidas, que ignoran la realidad del mercado, muy en particular, la existencia de lo que se conoce como mercado de especialistas que han competido de igual a igual con grandes organizaciones, porque tenían un conocimiento y daban respuesta exacta a las nuevas necesidades que la innovación iba dando a ese mercado.

Antonio Alonso, presidente de la AEEN (Asociación Española de Escuela de Negocios) y secretario general de EUPHE (European Union of Private Higher Education)

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